lunes, 12 de enero de 2015

AÑO NUEVO, TIEMPOS VIEJOS

Es el tema de actualidad y el momento de la reflexión y el consejo. ¿La actualidad? La fiesta se muere. ¿La reflexión? Aquí estoy yo para salvarla. ¿El consejo? Soy yo el que puedo poner el remedio. Y lo dicen los mismos que durante casi medio siglo han gobernado esto desde los puestos de mando que, sin vestirse de luces o criar un toro bravo, manejan los mecanismos de este negocio: la empresa y la televisión. Y, al hilo de esos comentarios, a los que brujulean alrededor de la fiesta se les ocurre formar comisiones, plataformas y hasta organismos públicos que se encargarán de dictar normas que hagan posible el que surja “el Mesías” añorado y “el toro bravo y más toro”, se encuentren en una plaza “abarrotá” y se dé el milagro del espectáculo tan ancestral como el que más porque desde que existen toro y hombre (no sé cuál fue primero) existe el toreo. Hay dos tipos de espectáculos taurinos, los populares y los programados. Primero fue el popular, anterior a la etapa caballeresca y superviviente porque nacía del contacto directo entre el hombre, el pastor, y el animal, el toro bravo. Fue a partir del tercer tercio del siglo XVIII cuando las locuras de “Martincho” se transformaron en los alardes dominadores y artísticos de tres toreros que formaron el único triunvirato estable de esta historia, Pedro Romero, Joaquín Rodríguez “Costillares” y José Delgado “Pepe-Hillo”, que tuvieron la suerte de encontrarse con un director de escena, Goya, que le dio brillo, esplendor y belleza a esa lucha que se llamó lidia, batalla, pelea, pleito o litigio, en la que siempre tiene que haber un vencedor. Para vencer y convencer a base de lucha con arte hubo a lo largo de estos tres últimos siglos muchos hombres que encontraron su camino y lograron que las gentes hicieran el esfuerzo de invertir unos dineros en el boleto que les permitía ser testigos del milagro. Y ese milagro, a lo largo de estos tiempos, ha sido siempre el mismo: toro, torero y espectador. Las leyes y los legisladores, los gestores y sus acólitos sólo han servido para mantener el negocio, subir los impuestos y aumentar las nóminas. Creadores de fenómenos conozco a muy pocos y únicamente reconozco que uno de ellos fuera capaz de obrar el milagro de obtenerlo de la nada: a don Rafael Sánchez Ortiz. Creó el fenómeno Benítez, le asignó su leyenda y lo dejó en la cumbre en apenas dos temporadas. Luego se encontró en Linares con José Fuentes y apuntó el milagro de la resurrección, a Pallares en  Salamanca y a Curro Vázquez en el mismo lugar que a Fuentes pero con otros argumentos, el fino amontillado de la Mezquita, la garrocha del espejeño Porras o la apostasía del Mesías autoproclamado. Hubo más, Espartinas se convirtió en Espartaco y dos locos de la vida, uno murciano y otro mexicano, acentuaron la abulia del doctor Franquestein. Creaba los monstruos, les daba cuerda y él se iba a inventar la crema de marisco. Y el héroe se hizo carne y acampó entre nosotros. La gran masa hizo lo demás, como en los tiempos de Hitler o Stalín, pero con muy distintas consecuencias. ¿Quién es capaz ahora de anunciarnos una buena nueva parecida? Nadie. Algunos aseguran que otro nuevo “Mesías” está entre nosotros, pero lo cierto es que no ejerce. No quiere. Tiene 60 mil seguidores a la temporada y reniega hasta de los nuevos sistemas de comunicación. Quiere  seguir siendo un misterio y no le pesa ni el manto de púrpura del poder y la gloria. Es un asceta con profeta y todo: Juan García “Mondeño”. Hay en estos momentos más de una docena de toreros importantes y, sin embargo, se echa en falta al “Gran Jefe”, a la pareja competitiva, al triunvirato imperial y romano. ¿Llegará a tiempo alguno de ellos?

En el ámbito del toreo popular pienso que hubo unos años de transición en los que este tipo de festejos ayudaron al mantenimiento de algunas plazas y que en el exceso de reglamentaciones, organigramas y mercantilizaciones se va diluyendo su adjetivo fundamental: el de popular. Espontáneo, directo, amateur, porque me gusta, nada más. Lo que ocurría en otros tiempos hasta llegar a los de Goya y su fabulosa memoria gráfica. Antes, yo iniciaba mi temporada en Valdemorillo, cerca de Madrid, y recuerdo la estampa de los novilleros vistiéndose en un salón del ayuntamiento al calor de una estufa de leña. Desde hace unos años, mi primer festejo taurino es una suelta de vacas en Rivas, barrio de Ejea de los Caballeros en el camino hacia Farasdués, donde nació “Martíncho”, el primero del escalafón torero. Rivas, quinientos habitantes y cincuenta profesores músicos, el 10% de su población, incluye en los festejos de Navidad y San Vitorián un concierto de su Banda. Acudí al acontecimiento y me sorprendieron con la magnífica interpretación de tres pasodobles (paso doble) de muy distinta factura. El primero fue el titulado “Ateneo Musical”, obra del valenciano de Torrente Mariano Puig Yago, que nació en 1898 y que, aunque murió muy joven, fue director de la banda de su pueblo, de Cullera y Alcubias y se consagró como un excelente compositor. Este “Ateneo Musical” es un pasodoble muy superior a los que se prodigan por esas plazas, incluidos el de “Nerva”, “Paquito el Chocolatero” o “Er Chichi”. El segundo pasodoble fue el de “Gallito”, uno de los cuatro que compuso Santiago Lope, nacido en Ezcaray pero afincado en Valencia, para una novillada de la Prensa en la capital levantina en 1905 y en la que actuaron Fernando Gómez Ortega “Gallito”, Agustín Dauder Borrás “Colibrí”, Ángel González Mazón “Angelillo” y Manuel Pérez Gómez “Vito”, ninguno de los cuales alcanzó mayores glorias con la espada aunque el segundo de los Gómez Ortega, hermano de Rafael “El Gallo” y “Joselito”, llegara a tomar una alternativa en México no reconocida en España. Dauder era valenciano y, como Fernando “Gallito”, “Angelillo” y “Vito”, sevillanos, este último padre de Manuel Pérez Herrera “Vito” buen banderillero y destacado apoderado y de Julio, quizás el mejor rehiletero de todos los tiempos. Ahora, cuando se habla de “Gallito” y su pasodoble, la mayoría se acuerda de su hermano José y no del auténtico destinatario de la composición, Fernando, banderillero en las cuadrillas de sus hermanos más como consejero que como práctico del toreo. Dicen que fue el inspirador de las diversas y originales suertes que aportó al arte de torear su hermano Rafael.


A la altura de este “Gallito” de Lope está el pasodoble conocido por “España Cañí” de Pascual Marquina Narro, músico de Calatayud, al que se puede considerar como el “Rey del pasodoble” si a este  famosísimo unimos los de “¡Viva la Jota!”, Ricardo Anlló “Nacional”, “Gitanazo”, “Joselito Bienvenida”, “Cielo Español”, “España y Toros”, “Cielo Español”, “Cielo Andaluz”, “Hermanas Palmeño”, “Viva Aragón” y “Los Ricla”, bagaje musical más que suficiente para mantener a Marquina en el trono de la trompeta y el bombo si, además, anotamos que fue el de Calatayud el que dirigió durante muchos años la producción discográfica de “La Voz de su Amo” con el emblema del perro junto al gramófono de los años 30 del siglo pasado. Hay otro músico distinguido en Aragón, Pablo Luna, pero de este tengo más constancia zarzuelera que el de la marcha de doble paso. Sólo le recuerdo un pasodoble, “Ballesteros”, que tiene quizá más significado por lo que supuso Florentino, el de le Inclusa, para el arte de torear. Y cito a estos dos músicos aragoneses para dar noticia del tercer pasodoble de este concierto navideño de Rivas: “Tardes de Triunfo”, de Sergio Jiménez Lacima, un joven compositor de Ejea de los Caballeros que se inició como pianista desde muy joven, que ha roto amarras y ya es autor de bandas sonoras para el cine, la televisión y los juegos digitales por tierras americanas, allá por Los Ángeles,  California y las grandes industrias de la comunicación. Me gustó su composición y me sorprendió que todavía se encuentren registros nuevos para acompañar el éxtasis de una faena torera. Y luego, las vacas en la calle con jóvenes recortadores y aguerridos mantenedores de los llamados por estos lares roscaderos y representados por Goya como cestos o cuévanos. Así he iniciado mi temporada taurina número 76. El que no se consuela es porque no tiene remedio: soy optimista.            

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