miércoles, 19 de octubre de 2016

LA HISTORIA QUE SE BORRA POCO A POCO


En pocos días han fallecido dos ganaderos de Salamanca de una misma familia, Alipio y Antonio Pérez-Tabernero. Los dos no podían utilizar para anunciar sus toros la segunda parte de su apellido compuesto: Tabernero. El uno era Pérez T. Sanchón y el otro Pérez de San Fernando. San Fernando era un lugar emblemático que  no se podía nombrar porque tenía connotaciones guerro-civilísticas y la verdad es que uno tiene recuerdos que no olvida pero que no quiere remitir a los demás. Don Alipio era hijo del señor de las patillas más famosas. Don Antonio era hijo del señor de San Fernando. AP. Durante 30 o 40 años fueron los ganaderos que más toros lidiaron. Don Pedro Balañá, desde su poderosa atalaya barcelonesa, dos plazas de toros en funcionamiento alternativo, usaba y abusaba de los hierros salmantinos de los Pérez Tabarnero. Solo don Graciliano (los miuras de Salamanca) podía utilizar el apellido completo. Juan Mari, hermano de Antonio, rompió la norma, no sé si porque resultaba ilegal, contra natura, el prohibir el uso del propio apellido. Juan Mari, después de que su primo Alipio intentara las glorias novilleriles, llegó a tomar la alternativa para una carrera corta y de no demasiados hechos reseñables. Alipio, hombre de carácter retraído, dejó que los focos de la actualidad se fijaran en su esposa, María Lourdes Martín, ganadera con el hierro de Carreros, a la que habitualmente acompañaba su hijo “Alipín” (Alipio III) mientras el patriarca se refugiaba en el remanso de la vida de su finca y del ambiente ganadero de Salamanca. Antonio era más extrovertido y su gran chimenea de la finca de San Fernando era centro de variadas y numerosas reuniones en las que desmenuzaba sus grandes conocimientos de la crianza del toro bravo. Los dos, Alipio y Antonio, han rebasado los noventa años, Antonio a punto de alcanzar la cifra centenaria. El frío del campo salmantino es bueno para la supervivencia. Hace poco tiempo, al morir, Paco Cano había superado el centenar de años como si las sombras y los ácidos de los productos  para revelar fotografías fueran saludables. Hay que recordar que Cervera, el fotógrafo que también alcanzó apreciable longevidad vital puede apoyar el aserto si recordamos a Cartagena y algunos más de los que utilizaron los cajones y las placas con las que Cervera hizo la famosa fotografía de Toledo titulada “Caída al descubierto”, en la que aparece entre medias luces del atardecer junto al Tajo el capote de Belmonte para hacerle el quite al picador derribado. Una gran foto premiada en Londres en el primer tercio del siglo XX. Quizá la perfección y multiplicación de las técnicas fotográficas dificulten la existencia de estampas insólitas. Pero el otro día una media verónica de Manzanares me dejó con la boca abierta. Claro que al comprobar que el documento era de Agustín Arjona se despejaron todas mis dudas. Es que este Arjona lleva el celuloide en las venas aunque ahora ya no se empleen películas para hacer fotos. Fue un día glorioso en Sevilla, con docenas de olés recortados y contundentes, con Castella y el propio Manzanares a tope, en Logroño y muchos otros lugares, Enrique Ponce, Talavante con patillas de hacha – nada que ver con las de don Alipio I -  y pelo de roquero, la promesa demostrada de Ginés Marín, los afanes de Garrido, el misterio en escena de Morante de la Puebla, el escondido de José Tomás…Es una pena morirse en este momento aunque poco a poco se nos borre el pasado con la marcha de tantas personas afines a nuestra existencia. Se fue también Miguel Flores, que era un hombre lleno de ilusiones y buen gusto. Buscaba el arte. Vivía con arte. En Manuel Becerra, cerca de Las Ventas, rezan por su alma.Los tiempos cambian mucho y hasta difuminan las imágenes. Pero estamos rematando una temporada que ha sido muy ilusionante. Bajó mucho el diapasón cuando en el mes de agosto dos cogidas seguidas con daño cerebral apreciable dejaron fuera  de combate a Andrés Roca Rey. Era la gran novedad y las tardes triunfales se repetían con una continuidad asombrosa. Su presencia se había hecho imprescindible. Su necesaria ausencia – viaje a Estados Unidos para someterse a un largo tratamiento previsto hasta el mes de noviembre – afectó a la asistencia de los públicos a las plazas de toros donde estaba prevista su actuación. La novedad más refulgente se había desvanecido como el azucarillo en el vaso de agua fresca en contraposición del aguardiente que rasga nuestras entrañas. La temporada se termina y yo, pese a que la escoba barre el  rastro que deja el toro muerto por la arena, tengo la ilusión de vivir otra temporada gloriosa, la que viene. Loado sea el Señor.

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