jueves, 25 de mayo de 2017

EL SILLÓN DE FELIPE II


No nací en Madrid, pero allá me llevaron con apenas unos meses de vida. Nací en Magallón, provincia de Zaragoza, villa de importancia lingüística puesto que allí quiso venir al mundo Lázaro Carreter, “el dardo de la palabra”. A mi padre, que se había licenciado en Filosofía y Letras, sección Historia, y que había preparado su doctorado en Madrid con Camón Aznar y Entrambasaguas, entre otros, le había destinado mi  abuela a su lugar natal, el mismo Magallón, en donde poseía tierras, bodega y prensa de aceite. Dos años de vida rural, aislados, como entonces se vivía en los pueblos, sin contacto con poetas, pintores, comediógrafos y escritores. No pudo más: se fue al Foro, ingresó en la Escuela de Periodismo de El Debate y nos llamó para que fuéramos a acompañarle. 1932. Mi hermana Gloria, un año mayor que yo, se quedó con los abuelos maternos en Ejea de los Caballeros y mi madre y yo nos trasladamos a la capital de España a bordo de un “amilcar” que tenía mi tío Mariano Félez,  pintor de cierto prestigio. Fuimos a vivir a la calle Modesto Lafuente y allí nacieron mis hermanas María Luisa y Caridad antes de que empezara la guerra. Tres años de ausencia entre San Sebastián y Ejea de los Caballeros y vuelta a Madrid en septiembre de 1939, a tiempo de asistir a la primera corrida de toros de mi vida: Las Ventas, confirmación de Manolete y Juanito Belmonte de manos de Marcial Lalanda y la presencia a caballo de don Juan Belmonte. Puede que yo sea el único superviviente de aquel acontecimiento. Hasta 1978, casi cuarenta de espectador en la plaza de toros del Nuevo Madrid.
Cuando vi a Don Juan Carlos sentarse en la delantera del Tendido Preferente, en uno de los sillones de piedra berroqueña, recordé las muchas ocasiones que en aquel lugar viví muchas tardes de toros en compañía de don Carlos de Larra “Curro Meloja”, crítico de Radio Madrid. Nuestras localidades estaban por encima de los sillones que en alguna ocasión ocupaba el general Millán Astray, el jefe de la Legión, al que le faltaban un brazo y un ojo. También acudía en días de poca concurrencia la hermana de “Antoñete”, casada con Parejo, el mayoral de la plaza que fue el que encauzó la reaparición de Chenel, cuando este le vio las orejas al lobo y dejó al margen sus veleidades juveniles. Aquellas localidades del Preferente, entre el tendido 2 y el 3, tenían un inconveniente para los exquisitos: olía a corral de vacas. A mí me gustaba aquel olor. Don  Carlos, bienvenidista de hueso colorado, tampoco se quejaba y cantaba con entusiasmo los éxitos de don Antonio, el torero más de Madrid aunque naciera en Caracas y se recriara en Sevilla. “El Ronquillo” preguntaba desde el otro lado de la plaza, en el 7: ¿Qué dirá esta noche “Curro Meloja”? Y don Carlos, descendiente de Mariano José de Larra, se complacía en el relato. En cierta ocasión me vestí de paje del Rey Melchor que representaba don Carlos en un reparto de juguetes que se celebró en el Círculo de Bellas Artes. Por entonces, 1951, ya me había iniciado en el periodismo taurino con las crónicas de las novilladas de Carabanchel, a casi veinte años del debut de mi padre en la misma plaza y en el mismo menester.
Mi amigo Ignacio Álvarez Vara, en el universo taurino que  Cañabate reducía a planeta, BARQUERITO, me decía hace unos días que Antonio Lorca le había regalado un ejemplar de su obra dedicada a Pepe Luis Vázquez y  escrita al alimón con Carlos Crivell, que en ella se me citaba a mí como Barico II, autor de una crónica de una corrida que se celebró en San Lorenzo del Escorial en ese año de mi debut, 1951, y en la que hablaba de la actuación del Rubio de San Bernardo. Lo de Sócrates lo dejo para los intelectuales aunque es posible que algo de socrático tuviera el mayor de los Vázquez en la forma serena y pacífica de vivir la vida en los ruedos y en su casa. Solo sé que no sé nada. Pepe Luis lo sabía todo del toro y le admiraban el resto de los toreros, sobre todo Manolete, con el que alternó ya de novillero en 1938, año de su presentación con picadores y en ciento y pico corridas. Decía el de Córdoba: “Si supiéramos de toros lo que sabe Pepe Luis no nos arrimaríamos a ninguno”. Hubo una anécdota no muy socrática cuando Pepe Luis, a la vuelta de Manolete de tierras de América, le invitó a torear una corrida de Miura en Sevilla. La respuesta socrática fue de Manolete: “Prefiero que me invite a unas gambas con un buen vino blanco”.
Veo las corridas de San Isidro por la parlanchina televisión y me sorprende el que de vez en cuando aparezcan en la pantalla unos números que corresponden a los tendidos de Las Ventas y unos letreros con la indicación del portón de cuadrillas, el arrastre o la puerta principal. En Madrid no necesito que me orienten y en el resto de las plazas, excepto Zaragoza, me da lo mismo porque ni por esas aprecio donde podía aposentarme. De Sevilla me recuerdan que los tendidos se suceden por un lado los pares y por otro los nones, la Puerta del Príncipe, el arrastre o las cuadrillas. ¿Sirve para algo esta información? ¿Ilustran a los aficionados los amplios parlamentos de los expertos? Siendo el arte del toreo más bien un sentimiento creo que lo importante es lo que uno percibe, que por desgracia – hablo por mí – en poco coincide con las sensaciones que transmiten una parte de los espectadores madrileños.
No han cambiado mucho esos espectadores y su ubicación en Las Ventas y hasta es posible que entre los actuales nos encontremos con un doble de “El Lupas” que en el circo pedía el castigo para los artistas y en su trabajo delinquía como un bellaco. “Justicia quiero y para mí no tengo”.
Dos cambios he notado respecto a mis ya lejanos tiempos de asiduo espectador ventero: el primero que el torilero ya no viste traje de luces y cumple su misión con el manido traje corto de los campesinos andaluces y en segundo lugar el caso del “chulo de banderillas”, que antes también se enfundaba en un traje de luces y ahora creo que no usa disfraz alguno. Son detalles sin importancia como el recibir a los toreros por la Puerta del Patio de Caballos para acudir a la capilla o a la salida de las cuadrillas y prestarse a docenas de esos llamados “selfis” que perpetúan el instante glorioso del ingreso del torero en el inquietante escenario de la lidia de los toros. Todo puede suceder.
Han cambiado muchas cosas más. Seguro que ya no está María Luisa que te colocaba en la solapa de tu chaqueta una preciosa azulina, el experto vendedor de libros taurinos o el presidente de la peña “El Puyazo” que llevaba uno de los bares de la planta baja, Cesar, el arenero pintor o el estudiante que se hizo monosabio, ni se reúnen los amigos frente a la entrada del Desolladero, ni se venden bombones helados en los tendidos ni en las entradas te advierten que durante la lidia no te puedes mover de tu localidad, había un repartidos expendedores que proveía de bebidas a los de las localidades bajas del 9 y el 10 y por las alturas se movían los más limitados que llevaban unos chalecos de cuero con el anuncio de Osborne, un departamento para los vasos y otro para la  botella de coñac que ofrecían entre toro y toro. Durante la lidia permanecían cerradas las puertas de los tenidos. Lo que no sé es como los que escalaban la fachada por los ladrillos salientes entraban después al tendido. En Madrid no servía ni el truco de la barra de hielo para el bar o el de la galleta tras la solapa de la chaqueta. ¿Y qué  haces luego con la galleta? Si tengo suerte me la como dentro y si no, me la como fuera. En una pequeña habitación fumaba habanos Manolo Cano y recibía a sus amistades, Juan Lamarca, Miguel Flores, el banderillero Pacorro, el de la imprenta, el sastre Fermín, ganaderos, apoderados o toreros retirados. Y lo controlaba todo.

UN CONSEJO.- Un gran cartel en Aranjuez el día 30 de mayo. Dos toros de Juan Pedro Domecq para Pepe Luis Vázquez, dos toros de Núñez del Cuvillo para Morante de la Puebla y dos de Garci-Grande para Julián López El Juli. Para  completar la jornada pueden comer en Casa Pablo  y saludar a su dueño, Pablo Guzmán, y darle recuerdos de mi parte. Y a Pablo Lozano, el empresario que organiza tal acontecimiento artístico. ¡Si yo tuviera veinte años menos …! Allí estaría, desde luego.      

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